UNA HISTORIA QUE ACABA BIEN
Al
nacer yo en 1952 el Atlético Baleares
jugaba en segunda división y los seguidores mallorquinistas, los pocos que se
atrevían a ir a Son Canals, sabían
cómo se las gastaban los aficionados balearicos. El campo se ubicaba en el
barrio dels Hostalots, nacido al amparo
de la lotería; cercano a lo que fueron los cines Chaplin o, en aquellos días, a la fábrica de cristales de gafas de Can Guasp, que emparentaron con la
familia del coronel García Ruiz,
mano derecha del conde Rossi. Los
terrenos en los que se ubicaba el campo, la finca de son Canals, pertenecían a los
Guasp y la decisión de urbanizarla supuso el principio del fin del campo, pero
hasta hace pocos años aun era posible ver una de las ventanillas de Son Canals
y una puerta del campo en un club de petanca de la zona como un ejemplo de
supervivencia.
En
aquella Palma de posguerra se vivía
la represión de los vencedores y un cuchillo afilado cortaba el aire de sus
calles. El Atlétic era la expresión del republicanismo derrotado, el ansia de
las clases más populares de la ciudad (menestrales y pequeños comerciales). Una
historia de orgullo, de supervivencia, resistencia y fe. Se le llamaba el Soviet.
Durante
tiempo me senté en el estadio balear junto a un amigo taxista de Calviá, acérrimo balearico. Venía al
campo acompañado de su abuela. Ésta decía que no había dejado de asistir a más
de cinco partidos desde su juventud. Debía tener, cuando la conocí, sobre los
80 años. Era humilde, pequeña, educada, silenciosa e inteligente. En sus ojos
brotaba un amor sin límites. Un día, pasados varios años, no la vi en el campo
junto a su nieto. Al preguntar por ella, éste me dijo que padecía una enfermedad
grave y dolorosa que la retenía en cama. No había acabado aun la primera parte
y llamaron al móvil del nieto. Era ella. Le preguntó cómo iba el partido y
antes de que finalizara volvió a llamarlo. Si en el descanso el resultado no
era positivo contestaba siempre lo mismo, “ganaremos”, y si al final del
partido se había perdido decía “el domingo que viene lo haremos”. Llamó cada partido
hasta que su cuerpo no tuvo fuerzas. Es una historia de autenticidad y
fidelidad que constituye la identidad balearica. Para más realismo la familia
tenía un perro al que llamaban Gorbi,
en honor a Gorbachov. Aquel perro
tranquilo y juguetón, al oír la palabra Mallorca,
enfurecía como un demonio.
Por
la ascendencia del Mecánico y luego
del Baleares, el atlético de Baleares era un equipo obrerista. El Real Mallorca, contrariamente era el
equipo de los botifarres y de los
monárquicos. En su origen el Alfonso
XIII, que al instaurarse la República
pasó a llamarse Club deportivo Mallorca,
y se hizo nuevamente Real con la dictadura. Era el equipo del poder, de los
vencedores de la guerra y un ejemplo más del adoctrinamiento de un nuevo país
creado por las armas. La fuerza, el ejercicio del poder, se utilizaba a diario
a favor de uno o de otro por parte de las autoridades, colegio de árbitros,
federación de fútbol o desde el mismo Gobierno
Civil que impuso por la fuerza la cesión de varios jugadores del Baleares
al Mallorca.
En
aquellos días la liga se desarrollaba en la calle, en una calle que dominaban
corruptos falangistas, militares, estraperlistas y contrabandistas y una
burguesía que hacía dinero nacido al amparo de la dictadura. En la noche del Día
de sa Neu, Es Carteritxos tenía tomada la puerta de Sant Antoni deslizando su Renault
Fragate como un signo de dominio, Magí
Marqués chuleaba en los cabarets y los hombres de March, más prudentes, poblaban las mesas del bar Suizo en la calle Sant Miquel. Años más tarde, Moll
cortó la cinta de inauguración del Estadi
Balear y su segundo, Simó Melé,
empezó a viajar desde Santanyí al Estadi
Balear hasta el día de hoy.
La
ciudad, como la sociedad palmesana, se dividía en dos: la mallorquinista
habitaba la zona del casco antiguo, el Borne,
la calle Sant Jaume o Santa Eulàlia; la balearica empezaba en
la calle Sindicat, la porta de Sant
Antoni y aledaños, las avenidas y extramuros.
El
año 1958 puse mi primer pie y mis ojos en el campo de Son Canals. Tenía seis
años. Me acompañaban mi madre y mi padre. Ninguno tenía aficiones futbolísticas,
aunque mi padre sintiera más simpatía por el Atlétic que por el Mallorca. Así
que el motivo debió ser mi insistencia. Recuerdo que era invierno, seguramente
vestido como todos los niños de la época, con el tronco y el cuello abrigados
hasta la asfixia y unas piernas al descubierto que finalizaban en unos zapatos Gomila para los que podían tenerlos. No
recuerdo bien si el rival fue Es Cardessar,
pero sí que la victoria fue fácil. Pero sobre todas las cosas, una imagen
grabada y un sentimiento: la impresión que me produjo la altura y fortaleza de Gas, como así se llamaba el portero del
Baleares, como un Gengis Kan, bajo
los palos de la meta, el último y solitario baluarte en el campo y detrás el
horizonte lejano bastísimo del color gris perla de la propia posguerra.
Aquel
día mi corazón ya era blanquiazul y lo sería para siempre, porque me hice del Atlétic
antes de haber ido a su campo. Un fotógrafo me había hecho una foto vestido yo
con una camiseta del baleares en brazos de García
Pajares, un delantero preferente del València
que había fichado aquel mismo año por el club. El delantero tenía en Mallorca un amigo de su infancia, Vicente, que trabajaba en una fábrica
de gafas de montura que poseía mi padre en la calle Antillón y con quien empecé a dar mis primeros chuts. Era un
protegido de Na Geroni, la mujer que
tenía “bo” en el Gobierno Civil y del
que era secretario Juan Llabrés, un
hombre complejo que escribía en aquellos años. Na Geroni controlaba el barrio
chino desde el Hostal de sa Bolla.
En uno de los pisos del prostíbulo se celebraban por la noche selectas y
restringidas partidas de juego. Asistían a ellas militares, crápulas falangistas,
secretarios del gobierno, contrabandistas, mercaderes y caballistas.
Asistía a la partida Pere Serra, que por aquellos días
publicaba el Bearn de Villalonga y en un lugar más
secundario, un poco temeroso, el periodista Antonio Pizá. Las mujeres, las mejores, procedían de València y en
ocasiones un familiar mío comprobaba junto a la jefa sus características. Por
ello yo siempre tuve la puerta abierta en el local. De joven, muy entrada la
noche, me acercaba en alguna ocasión al local, y Na Geroni, cariñosísima, me
preguntaba si quería alguna niña o necesitaba dinero para ir a otro lugar.
Luís Sitjar en el centro (de la imagen), el más alto |
Viví
con la ilusión de niño la inauguración del Estadi y en el chasquido, en la
lesión de Crespí, mi cuerpo se hizo
más pequeño y por primera vez oí el
silencio doloroso, frío y angustiado, que viene del interior y pulula en el
graderío como un viento bajo, como un roedor, en aquellos días de desgracia e
injusticia y que sin más se convierte, al unísono, en un grito amenazante pasional
y carnal que desajusta al contrario y levanta a nuestro equipo para conseguir
triunfos épicos, heroicos, casi imposibles. En la desgracia y la injusticia el
estadio ruge con más fuerza.
En
la temporada 60-61 contemplé junto a mi padre la primera eliminatoria de
ascenso frente al Olímpico de Játiva,
pero extrañamente no conservo memoria ninguna del triunfo frente al Amistad de Zaragoza que nos dio el
ascenso a segunda, más extraño aun porque recuerdo que el bar Pasaje, en la calle Sindicat, era aquel
día una explosión de júbilo y, porque conservé de aquellos días un especial de
la revista Fiesta Deportiva que se
editó para celebrar el ascenso.
Entonces
no tenía aun nueve años y mi balearismo empezaba ya a ser militante. Algo había
cambiado en mi físico porque los dos años que el Atlético jugó en segunda los
viví junto a Jaume, un atlético de
pro que a las tres de la tarde, puntualmente, me recogía en casa de la abuela
y, cogido de su mano, junto a su esposa e hija, en muchas ocasiones acompañada
por el novio como un perro faldero, nos dirigíamos desde la calle Longeta, vía la calle Sindicato y sa
porta hacia el estadio. Nos sentábamos en la tribuna de Sol, en la fila octava,
y casi justo en la raya del centro del campo. Todos los movimientos eran puntuales
y milimétricos. En los días de sol la mujer sacaba del bolso las gorras
atléticas y nos las colocábamos casi al unísono, después extraía de una bolsa
los cojines. En los días de lluvia el ritual se acompañaba del paraguas. Me
daba vergüenza hacer palmas para animar al equipo, pero mi corazón bombeaba a
su ritmo. Jaume era un sufridor pero su mujer, con la voz de trompeta fina,
rompía los tímpanos del linier. Jaume era un hombre especial. De aquellos que
aun espero algún día que resucite y encontrarlo de nuevo en la calle para poder
abrazarlo y darle las gracias por todo el calor humano que me ofreció. Era un
poco más alto de lo normal en aquellos días, delgado y cuidaba su aspecto y
vestimenta sin ostentación pero con sumo cuidado, como hacía también en las
horas de trabajo con su bata blanca. Era el encargado, el metre, por decirlo de
alguna manera, de aquella óptica Soler
situada en la calle Jaume II en la
que nunca faltaba la pequeña tertulia de payeses – de Felanitx en su mayoría – que habían bajado a Ciutat, emigrantes que
habían llegado del más allá o vecinos y amigos de la familia que disfrutaban de
un descanso o paseo por la ciudad. Era un comercio familiar de transmisión de
conocimientos y de rumores. Jaume, o Jaumet en palabras de mi abuela, había
comenzado en la óptica como mozo y se retiró en ella, para convertirse luego en
un contertuliano más, siempre con moderación y sin querer molestar. Pero Jaume
tenía un plus, se había hecho a si mismo, estudiado en sus horas muertas y a
los diecinueve años ya hablaba perfectamente el inglés y el alemán, pretendía
lanzarse al ruso (el castellano nunca se le dio demasiado bien). Poseía una
formación cultural y política obrerista, republicana y autonomista que defendía
con pasión y solidez ante mis mayores y que pude comprobar yo mismo. Siempre
estuvo muy orgulloso de que Robert
Graves, que en ocasiones se acercaba a chismorrear en al óptica, tuviera
mucho respecto a su argumentación ideológica y cultural. Jaume tuvo las llaves
de la casa de mi abuela y nunca las empleó. Llamaba al timbre. También es
cierto que el sábado de Pascua,
junto a médicos, abogados y amistades tuvo siempre en casa unas panades, robiols y crespells a su nombre. Jaume no podía consentir a los bufes. Y cuento todo esto porque el
Baleares formaba parte de la familiaridad del mercado, de los comercios y de
las pequeñas fábricas, muy alejadas del boato oficialista; en el Baleares se
encontraba el vigor del pueblo soberano y la sólida cultura humilde de los
hombres que no se regían por el dinero sino por la cultura.
El
Atlétic me hizo escritor. Mis primeros textos fueron crónicas que escribía para
mi mismo al estilo del periodismo deportivo de la época sobre los partidos en
el estadi. El Atlétic me hizo lector, no había página del periódico que hablase
del Baleares y que yo no leyera. Cuando de la óptica traían los periódicos
viejos para las labores de casa yo me encerraba en al despensa para recortar
con las tijeras de la abuela las crónicas de los partidos y los guardaba en mi
cajón preferido. El Atlético me hizo disidente, singular. En mi colegio
jesuítico, en mi clase, solo Sa Pussa,
mi amigo, y yo, éramos balearicos, y juntos hacíamos alineaciones y tácticas a
emplear por el Baleares a la salida del colegio en el café Moderno en la plaza de Santa Eulàlia. Con él, a partir de los
doce años, ya íbamos al fútbol solos el domingo y a los entrenos el jueves. Por
el Baleares fui precoz y me fugué por primera vez del colegio y pude comprobar
cómo las fugas no son siempre sinónimo de alegría. Fue el día del descenso a
tercera división en el desempate contra el Algeciras.
De pie y apoyado en el carrito que vendía chucherías para niños en la plaza
Santa Eulàlia. Su propietario, también balearico, y yo vivimos en voz de un
pequeño transistor, como quien vende tabaco de contrabando, la gran decepción. Nunca,
ni él ni yo – estoy seguro – comimos tantas chufas y pipas con sabor a sal
amarga como aquel atardecer de la entrada de verano en el que las hojas de los
árboles en un cielo encapuchado no presagiaban nada bueno. Lo peor sucedió y
aquel día que parecía otoñal se convirtió en un largo, larguísimo invierno de
49 años. Por esto, porque nunca abandonamos nuestra pasión por el Atlétic, el
domingo, este domingo, más allá de cualquier aspecto de la humanidad sólo deseo
el color de la victoria. El de mi equipo, el de mi clan, el de mi tribu, el de
mi patria, y si el Atlétic asciende a segunda lloraré y lloraré, y gritaré y
callaré de felicidad y de alegría, y gritaré y callaré y lloraré de nuevo, y de
mis ojos volarán mariposas blancas y azules y el semen de mi cuerpo será
también blanco y azul como sucede en aquellos hombres que han amado mucho. Pero
si no se vence esperaré con ansiedad la nuevas eliminatorias con la misma
esperanza de hoy. Para ganar siempre sufrimos mucho. Porque el esfuerzo, la
capacidad de supervivencia, la fe, nuestra tenacidad y fidelidad, nuestra
pasión siempre viva, aun en aquellos tiempos de silencio, de derrota, en la más
basta soledad y tiniebla han de tener algún día su premio. Entre la muerte y la
esperanza resucitamos cada día, y nuestra pasión, esta vez, está muy cerca de
nuestros sueños, y el domingo, si estos se hacen realidad, ay! Dios mío, ay!
Dios mío, yo seré inmensamente feliz.
Guillem
Soler Niell Es
Mascle Ros
Soler Soler Soler
ResponderEliminarVisca el Soviet!!! No ha podido ser, pero -glosando a la abuela- el año que viene lo haremos.
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