sábado, 26 de mayo de 2012


UNA HISTORIA QUE ACABA BIEN 





Al nacer yo en 1952 el Atlético Baleares jugaba en segunda división y los seguidores mallorquinistas, los pocos que se atrevían a ir a Son Canals, sabían cómo se las gastaban los aficionados balearicos. El campo se ubicaba en el barrio dels Hostalots, nacido al amparo de la lotería; cercano a lo que fueron los cines Chaplin o, en aquellos días, a la fábrica de cristales de gafas de Can Guasp, que emparentaron con la familia del coronel García Ruiz, mano derecha del conde Rossi. Los terrenos en los que se ubicaba el campo, la finca de son Canals, pertenecían a los Guasp y la decisión de urbanizarla supuso el principio del fin del campo, pero hasta hace pocos años aun era posible ver una de las ventanillas de Son Canals y una puerta del campo en un club de petanca de la zona como un ejemplo de supervivencia.

 

En aquella Palma de posguerra se vivía la represión de los vencedores y un cuchillo afilado cortaba el aire de sus calles. El Atlétic era la expresión del republicanismo derrotado, el ansia de las clases más populares de la ciudad (menestrales y pequeños comerciales). Una historia de orgullo, de supervivencia, resistencia y fe. Se le llamaba el Soviet.

Durante tiempo me senté en el estadio balear junto a un amigo taxista de Calviá, acérrimo balearico. Venía al campo acompañado de su abuela. Ésta decía que no había dejado de asistir a más de cinco partidos desde su juventud. Debía tener, cuando la conocí, sobre los 80 años. Era humilde, pequeña, educada, silenciosa e inteligente. En sus ojos brotaba un amor sin límites. Un día, pasados varios años, no la vi en el campo junto a su nieto. Al preguntar por ella, éste me dijo que padecía una enfermedad grave y dolorosa que la retenía en cama. No había acabado aun la primera parte y llamaron al móvil del nieto. Era ella. Le preguntó cómo iba el partido y antes de que finalizara volvió a llamarlo. Si en el descanso el resultado no era positivo contestaba siempre lo mismo, “ganaremos”, y si al final del partido se había perdido decía “el domingo que viene lo haremos”. Llamó cada partido hasta que su cuerpo no tuvo fuerzas. Es una historia de autenticidad y fidelidad que constituye la identidad balearica. Para más realismo la familia tenía un perro al que llamaban Gorbi, en honor a Gorbachov. Aquel perro tranquilo y juguetón, al oír la palabra Mallorca, enfurecía como un demonio.

Por la ascendencia del Mecánico y luego del Baleares, el atlético de Baleares era un equipo obrerista. El Real Mallorca, contrariamente era el equipo de los botifarres y de los monárquicos. En su origen el Alfonso XIII, que al instaurarse la República pasó a llamarse Club deportivo Mallorca, y se hizo nuevamente Real con la dictadura. Era el equipo del poder, de los vencedores de la guerra y un ejemplo más del adoctrinamiento de un nuevo país creado por las armas. La fuerza, el ejercicio del poder, se utilizaba a diario a favor de uno o de otro por parte de las autoridades, colegio de árbitros, federación de fútbol o desde el mismo Gobierno Civil que impuso por la fuerza la cesión de varios jugadores del Baleares al Mallorca.

En aquellos días la liga se desarrollaba en la calle, en una calle que dominaban corruptos falangistas, militares, estraperlistas y contrabandistas y una burguesía que hacía dinero nacido al amparo de la dictadura. En la noche del Día de sa Neu, Es Carteritxos tenía tomada la puerta de Sant Antoni deslizando su Renault Fragate como un signo de dominio, Magí Marqués chuleaba en los cabarets y los hombres de March, más prudentes, poblaban las mesas del bar Suizo en la calle Sant Miquel. Años más tarde, Moll cortó la cinta de inauguración del Estadi Balear y su segundo, Simó Melé, empezó a viajar desde Santanyí al Estadi Balear hasta el día de hoy.

La ciudad, como la sociedad palmesana, se dividía en dos: la mallorquinista habitaba la zona del casco antiguo, el Borne, la calle Sant Jaume o Santa Eulàlia; la balearica empezaba en la calle Sindicat, la porta de Sant Antoni y aledaños, las avenidas y extramuros.

El año 1958 puse mi primer pie y mis ojos en el campo de Son Canals. Tenía seis años. Me acompañaban mi madre y mi padre. Ninguno tenía aficiones futbolísticas, aunque mi padre sintiera más simpatía por el Atlétic que por el Mallorca. Así que el motivo debió ser mi insistencia. Recuerdo que era invierno, seguramente vestido como todos los niños de la época, con el tronco y el cuello abrigados hasta la asfixia y unas piernas al descubierto que finalizaban en unos zapatos Gomila para los que podían tenerlos. No recuerdo bien si el rival fue Es Cardessar, pero sí que la victoria fue fácil. Pero sobre todas las cosas, una imagen grabada y un sentimiento: la impresión que me produjo la altura y fortaleza de Gas, como así se llamaba el portero del Baleares, como un Gengis Kan, bajo los palos de la meta, el último y solitario baluarte en el campo y detrás el horizonte lejano bastísimo del color gris perla de la propia posguerra.

Aquel día mi corazón ya era blanquiazul y lo sería para siempre, porque me hice del Atlétic antes de haber ido a su campo. Un fotógrafo me había hecho una foto vestido yo con una camiseta del baleares en brazos de García Pajares, un delantero preferente del València que había fichado aquel mismo año por el club. El delantero tenía en  Mallorca un amigo de su infancia, Vicente, que trabajaba en una fábrica de gafas de montura que poseía mi padre en la calle Antillón y con quien empecé a dar mis primeros chuts. Era un protegido de Na Geroni, la mujer que tenía “bo” en el Gobierno Civil y del que era secretario Juan Llabrés, un hombre complejo que escribía en aquellos años. Na Geroni controlaba el barrio chino desde el Hostal de sa Bolla. En uno de los pisos del prostíbulo se celebraban por la noche selectas y restringidas partidas de juego. Asistían a ellas militares, crápulas falangistas, secretarios del gobierno, contrabandistas, mercaderes y caballistas. Asistía  a la partida Pere Serra, que por aquellos días publicaba el Bearn de Villalonga y en un lugar más secundario, un poco temeroso, el periodista Antonio Pizá. Las mujeres, las mejores, procedían de València y en ocasiones un familiar mío comprobaba junto a la jefa sus características. Por ello yo siempre tuve la puerta abierta en el local. De joven, muy entrada la noche, me acercaba en alguna ocasión al local, y Na Geroni, cariñosísima, me preguntaba si quería alguna niña o necesitaba dinero para ir a otro lugar.

Luís Sitjar en el centro (de la imagen), el más alto
Mi vida balearica se desarrolló durante mi niñez y adolescencia con una potencia y velocidad que rayaba la enfermedad. En la familia, en la cual había mallorquinistas de pro, pronto se hizo eco que en mis visitas al Lluís Sitjar (la ex-alcaldesa Calvo, por descontado, no debe saber que el estadio da nombre a uno de los mayores represores fascistas de la guerra civil) tenía yo una actitud pasiva, indiferente, como si aquello no tuviera nada que ver conmigo o la sociedad en que yo vivía, como de hecho así ha sido, y en Son Canals o en el Estadi me balanceaba al ritmo del juego, no dejaba de mover las piernas, pegar patadas al de enfrente o mover los brazos dirigiendo la ubicación de los jugadores hacia dónde debían desplazar el balón, de igual manera que hoy sigo haciendo de forma más enérgica.

Viví con la ilusión de niño la inauguración del Estadi y en el chasquido, en la lesión de Crespí, mi cuerpo se hizo más pequeño y  por primera vez oí el silencio doloroso, frío y angustiado, que viene del interior y pulula en el graderío como un viento bajo, como un roedor, en aquellos días de desgracia e injusticia y que sin más se convierte, al unísono, en un grito amenazante pasional y carnal que desajusta al contrario y levanta a nuestro equipo para conseguir triunfos épicos, heroicos, casi imposibles. En la desgracia y la injusticia el estadio ruge con más fuerza.

En la temporada 60-61 contemplé junto a mi padre la primera eliminatoria de ascenso frente al Olímpico de Játiva, pero extrañamente no conservo memoria ninguna del triunfo frente al Amistad de Zaragoza que nos dio el ascenso a segunda, más extraño aun porque recuerdo que el bar Pasaje, en la calle Sindicat, era aquel día una explosión de júbilo y, porque conservé de aquellos días un especial de la revista Fiesta Deportiva que se editó para celebrar el ascenso.

Robert Graves
Entonces no tenía aun nueve años y mi balearismo empezaba ya a ser militante. Algo había cambiado en mi físico porque los dos años que el Atlético jugó en segunda los viví junto a Jaume, un atlético de pro que a las tres de la tarde, puntualmente, me recogía en casa de la abuela y, cogido de su mano, junto a su esposa e hija, en muchas ocasiones acompañada por el novio como un perro faldero, nos dirigíamos desde la calle Longeta, vía la calle Sindicato y sa porta hacia el estadio. Nos sentábamos en la tribuna de Sol, en la fila octava, y casi justo en la raya del centro del campo. Todos los movimientos eran puntuales y milimétricos. En los días de sol la mujer sacaba del bolso las gorras atléticas y nos las colocábamos casi al unísono, después extraía de una bolsa los cojines. En los días de lluvia el ritual se acompañaba del paraguas. Me daba vergüenza hacer palmas para animar al equipo, pero mi corazón bombeaba a su ritmo. Jaume era un sufridor pero su mujer, con la voz de trompeta fina, rompía los tímpanos del linier. Jaume era un hombre especial. De aquellos que aun espero algún día que resucite y encontrarlo de nuevo en la calle para poder abrazarlo y darle las gracias por todo el calor humano que me ofreció. Era un poco más alto de lo normal en aquellos días, delgado y cuidaba su aspecto y vestimenta sin ostentación pero con sumo cuidado, como hacía también en las horas de trabajo con su bata blanca. Era el encargado, el metre, por decirlo de alguna manera, de aquella óptica Soler situada en la calle Jaume II en la que nunca faltaba la pequeña tertulia de payeses – de Felanitx en su mayoría – que habían bajado a Ciutat, emigrantes que habían llegado del más allá o vecinos y amigos de la familia que disfrutaban de un descanso o paseo por la ciudad. Era un comercio familiar de transmisión de conocimientos y de rumores. Jaume, o Jaumet en palabras de mi abuela, había comenzado en la óptica como mozo y se retiró en ella, para convertirse luego en un contertuliano más, siempre con moderación y sin querer molestar. Pero Jaume tenía un plus, se había hecho a si mismo, estudiado en sus horas muertas y a los diecinueve años ya hablaba perfectamente el inglés y el alemán, pretendía lanzarse al ruso (el castellano nunca se le dio demasiado bien). Poseía una formación cultural y política obrerista, republicana y autonomista que defendía con pasión y solidez ante mis mayores y que pude comprobar yo mismo. Siempre estuvo muy orgulloso de que Robert Graves, que en ocasiones se acercaba a chismorrear en al óptica, tuviera mucho respecto a su argumentación ideológica y cultural. Jaume tuvo las llaves de la casa de mi abuela y nunca las empleó. Llamaba al timbre. También es cierto que el sábado de Pascua, junto a médicos, abogados y amistades tuvo siempre en casa unas panades, robiols y crespells a su nombre. Jaume no podía consentir a los bufes. Y cuento todo esto porque el Baleares formaba parte de la familiaridad del mercado, de los comercios y de las pequeñas fábricas, muy alejadas del boato oficialista; en el Baleares se encontraba el vigor del pueblo soberano y la sólida cultura humilde de los hombres que no se regían por el dinero sino por la cultura.

El Atlétic me hizo escritor. Mis primeros textos fueron crónicas que escribía para mi mismo al estilo del periodismo deportivo de la época sobre los partidos en el estadi. El Atlétic me hizo lector, no había página del periódico que hablase del Baleares y que yo no leyera. Cuando de la óptica traían los periódicos viejos para las labores de casa yo me encerraba en al despensa para recortar con las tijeras de la abuela las crónicas de los partidos y los guardaba en mi cajón preferido. El Atlético me hizo disidente, singular. En mi colegio jesuítico, en mi clase, solo Sa Pussa, mi amigo, y yo, éramos balearicos, y juntos hacíamos alineaciones y tácticas a emplear por el Baleares a la salida del colegio en el café Moderno en la plaza de Santa Eulàlia. Con él, a partir de los doce años, ya íbamos al fútbol solos el domingo y a los entrenos el jueves. Por el Baleares fui precoz y me fugué por primera vez del colegio y pude comprobar cómo las fugas no son siempre sinónimo de alegría. Fue el día del descenso a tercera división en el desempate contra el Algeciras. De pie y apoyado en el carrito que vendía chucherías para niños en la plaza Santa Eulàlia. Su propietario, también balearico, y yo vivimos en voz de un pequeño transistor, como quien vende tabaco de contrabando, la gran decepción. Nunca, ni él ni yo – estoy seguro – comimos tantas chufas y pipas con sabor a sal amarga como aquel atardecer de la entrada de verano en el que las hojas de los árboles en un cielo encapuchado no presagiaban nada bueno. Lo peor sucedió y aquel día que parecía otoñal se convirtió en un largo, larguísimo invierno de 49 años. Por esto, porque nunca abandonamos nuestra pasión por el Atlétic, el domingo, este domingo, más allá de cualquier aspecto de la humanidad sólo deseo el color de la victoria. El de mi equipo, el de mi clan, el de mi tribu, el de mi patria, y si el Atlétic asciende a segunda lloraré y lloraré, y gritaré y callaré de felicidad y de alegría, y gritaré y callaré y lloraré de nuevo, y de mis ojos volarán mariposas blancas y azules y el semen de mi cuerpo será también blanco y azul como sucede en aquellos hombres que han amado mucho. Pero si no se vence esperaré con ansiedad la nuevas eliminatorias con la misma esperanza de hoy. Para ganar siempre sufrimos mucho. Porque el esfuerzo, la capacidad de supervivencia, la fe, nuestra tenacidad y fidelidad, nuestra pasión siempre viva, aun en aquellos tiempos de silencio, de derrota, en la más basta soledad y tiniebla han de tener algún día su premio. Entre la muerte y la esperanza resucitamos cada día, y nuestra pasión, esta vez, está muy cerca de nuestros sueños, y el domingo, si estos se hacen realidad, ay! Dios mío, ay! Dios mío, yo seré inmensamente feliz.




Guillem Soler Niell                                              Es Mascle Ros

2 comentarios:

  1. Visca el Soviet!!! No ha podido ser, pero -glosando a la abuela- el año que viene lo haremos.

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